domingo, 13 de septiembre de 2009

Soldadito español, soldadito valiente

No hace muchos años en nuestro país era de obligado cumplimiento realizar el servicio militar, hasta que con la entrada del nuevo siglo se acordó la supresión del mismo para profesionalizar las Fuerzas Armadas.

En la España de blanco y negro, y hasta bien entrada la democracia, no sólo era una obligación sino que era un orgullo el servir a la patria, en parte debido a que para muchos jóvenes la única manera de salir de sus pueblos o ciudades era cumpliendo con sus deberes de español.

Cada mes de noviembre, una vez cumplidos los dieciocho años, siempre y cuando no hubieses solicitado la prórroga de estudios, se realizaba el sorteo de los mozos donde se conocía el destino que te había tocado en suerte.

Recuerdo que el sorteo se retransmitía en directo por televisión. Lo que más me llamaba la atención era ver como esos chavales lo celebraban. Todo era fiesta y alegría, aunque yo pensaba que algo oculto y macabro se escondía detrás de esas sonrisas.

Desde pequeño y hasta que alcanzabas la edad legal para cumplir con el servicio a la patria, muchas son las historias que escuchabas sobre la mili: que si haces muchos amigos, que si aprendes a ser independiente y, lo más repetido, “te harás un hombre”. No me extraña, en una compañía con 200 tíos fijo que alguno te borra el cero. La gente que había vivido en sus carnes la experiencia cuartelaría te contaba las mil y una maravillas de aquel mundo color caqui, con guardias, imaginarias, Cetme e instrucción incluidas, parecían como las historias del abuelo Cebolleta.

Pero a mí no me engañaban, se creían que iba a cambiar el arroz al horno de mi madre por el rancho de la cantina, que me iba a despertar con el toque de corneta en vez de con las carantoñas y la voz dulce mi “mamá”, ¡¡ no señores, esa vida no era para mí !!. Además, sólo con pensar en el simple hecho de tener que abandonar la bodega del barrio donde mis amigos y yo pasábamos la mayor parte de nuestro tiempo, era razón de peso para buscar alternativas a no realizar el servicio militar, y la única manera de hacerlo era declarándose objetor de conciencia.

Para ello, debías enviar una carta al Ministerio de Defensa exponiendo las razones por las que te negabas a realizar el servicio militar. Una vez pasados todos los trámites y declarado oficialmente objetor de conciencia, debías realizar la PSS (Prestación Social Sustitutoria) cuya duración era de nueve meses.

A mediados de los noventa éramos varios los amigos que debíamos ser sorteados por lo que escuchábamos con interés las noticias relacionadas con el tema. El Ministerio de Defensa estaba desbordado, la lista de objetores superaba los 200.000 y seguía creciendo, no daban abasto. Había más personas que puestos a ocupar así que, con un poco de suerte, podías escaquearte de realizar la prestación.

Como los peregrinos que guiados por la fe acuden a Lourdes para que les conceda un milagro, fuimos a declararnos objetores de conciencia. Nosotros, demócratas confesos alegamos razones “filosóficas, éticas y morales” acogiéndonos al artículo 30 de nuestra bendita Constitución.

La noticia en mi casa fue recibida con disparidad de opiniones. Por una parte estaba mi madre. Ella se alegraba de que su hijo siguiera estando bajo el ala materna, en cambio mi padre no se lo tomó nada bien. Para él, y como para la mayoría de padres de su generación, era un orgullo que su vástago mayor cumpliera con sus obligaciones de español desfilando y besando la bandera.

Con mucha paciencia le expliqué que ser objetor no significaba que me fuera a dejar rastas y tocar la flauta en la calle acompañado por un perro pulgoso. A regañadientes aceptó mi decisión, haciéndole la firme promesa de que una vez al mes acudiría a mi cita con el peluquero.

Aproximadamente pasó año y medio desde que oficialmente fui declarado objetor. Había encontrado mi primer y hasta la fecha único trabajo. Todo transcurría con normalidad. Evidentemente, la idea de realizar la prestación había desaparecido de mi cabeza.

Hasta que un buen día mi madre me llamó al trabajo y me dijo: “han llamado del IVAJ (Instituto Valenciano de la Juventud), tienes que presentarte a las 9:00 de la mañana en la calle del Mar”. En ese momento todo mi mundo se vino abajo. Sinceramente creía que se habían olvidado. Lo primero que hice fue llamar a mis amigos y preguntarles si a ellos habían recibido la misma llamada, su respuesta fue negativa (a día de hoy no los han llamado). Puta ley de Murphy. Así que, con gran dolor de corazón, no había más remedio que cumplir con el compromiso adquirido.

A la hora indicada, llegué a las oficinas del IVAJ. Éramos unas sesenta personas. Debías rellenar un cuestionario y elegir un destino para realizar la prestación. Yo, como estaba trabajando, al igual que el polvete, sólo podía hacerlo los fines de semana.

Tenía dos opciones a elegir, una residencia de ancianos o entrar a formar parte de las Brigadas de Vigilancia Forestal que la Generalitat tenía distribuidas por toda la Comunidad. Como decía mi profesor cuando me hacía copiar la lección: “si no quieres caldo, toma dos tazas”.

Éstos son los caprichos del destino. Yo, que en mi vida me había ido de acampada y el fuego que más cerca había visto era el de mi mechero quemando piedras para los cigarros de la risa, me iba a dedicar durante nueve meses a vigilar los montes del Alto Palancia.

¡¡Que Dios nos pille confesados!!

Y así empezó mi vida como objetor, pero eso lo dejamos para otro día.

2 comentarios:

  1. Hiciste bien. Un buen español debe anteponer la pereza a la patria. ¡Arriba España, pero después de una buena siesta!

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  2. Yo creo que para nuestro padre fue un palo el que no hicieses la mili , y tuviste un par de narices haciéndote objetor sabiendo que te enfrentabas a la persona más facha que hay en la faz de la tierra. Pero en fin la vida no es siempre como uno la sueña. Por favor , vuelve a retomar tus vivencias de la objeción y cuenta lo del perro... JA,JA,JA¡¡¡

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