lunes, 8 de marzo de 2010

Día Internacional de la mujer

Más de una vez, una de las preguntas que no me deja en paz por dentro es por qué en el pasado, y a menudo aún ahora, los pueblos conceden a la mujer un lugar tan inferior al hombre. Todos dicen que es injusto, pero con eso no me doy por contenta: lo que quisiera conocer es la causa de semejante injusticia.

Es de suponer que el hombre, dada su mayor fuerza física, ha dominado a la mujer desde el principio; el hombre, que tiene ingresos, el hombre, que procrea, el hombre, al que todo le está permitido. Ha sido una gran equivocación por parte de tantas mujeres tolerar, hasta hace poco tiempo, que todo siguiera así sin más, porque cuantos más siglos perdura esta norma, tanto más se arraiga. Por suerte, la enseñanza, el trabajo y el desarrollo le han abierto un poco los ojos a la mujer. En muchos países han obtenido la igualdad de derechos; mucha gente, sobre todo mujeres, pero también hombres, ven ahora lo mal que ha estado dividido el mundo durante tanto tiempo, y las mujeres modernas exigen su derecho a la independencia total.

Pero no se trata solo de eso: ¡también hay que conseguir la valoración de la mujer! En todos los continentes el hombre goza de una alta estima generalizada. ¿Por qué la mujer no habría de compartir esa estima antes que nada? A los soldados y héroes de guerra se les honra y rinde homenaje, a los descubridores se les concede fama eterna, se venera a los mártires, pero ¿qué parte de la humanidad en su conjunto también considera soldados a las mujeres?

En el libro Combatientes para toda la vida pone algo que me ha conmovido bastante, y es algo así como que por lo general las mujeres, tan solo por el hecho de tener hijos, padece más dolores, enfermedades y desgracias que cualquier héroe de guerra. ¿Y cuál es la recompensa por aguantar tantos dolores? La echan en un rincón si ha quedado mutilada por el parto, sus hijos al poco tiempo ya no son suyos, y su belleza se ha perdido. La mujeres son soldados mucho más valientes y heroicos, que combaten y padecen dolores para preservar la humanidad, mucho más que tantos libertadores con todas sus historias bonitas.

Con esto no quiero decir en absoluto que las mujeres tendrían que negarse a tener hijos, al contrario, así lo quiere la naturaleza y así ha de ser. A los únicos que condeno es a los hombres y a todo el orden mundial, que nunca quieren darse cuenta del importante, difícil y a veces también bello papel desempañado por la mujer en la sociedad.

Paul de Kruif, el autor del libro mencionado, cuenta con toda mi aprobación cuando dice que los hombres tienen que aprender que en las partes del mundo llamadas civilizadas, un parto ha dejado de ser algo natural y corriente. Los hombres lo tiene fácil, nunca han tenido que soportar los pesares de una mujer, ni tendrán que soportarlos nunca.

Creo que todo el concepto de que el tener hijos constituye un deber de la mujer, cambiará a lo largo del próximo siglo, dando lugar a la estima y a la admiración por quien se lleva esa carga al hombro, sin rezongar y sin pronunciar grandes palabras.

Martes 13 de junio de 1944 (Diario de Ana Frak)

lunes, 1 de marzo de 2010

¡¡ Willkommen, Bienvenue, Welcome !!

Con este peculiar y multicultural saludo el extravagante maestro de ceremonias del mítico Kit Kat Club, nos invitaba a entrar al sórdido, irónico y sarcástico mundo nocturno del cabaret de los años 30, donde los berlineses intentaban evadirse de una realidad que desgraciadamente acabaría imponiéndose. Mientras se gestaba el terrible gen del nazismo, la vida dentro del cabaret transcurría bajo un ambiente viciado por el humo del tabaco y el champagne barato. Aunque sin tantas pretensiones en nuestra particular Torre de Babel había una atmósfera parecida a la del legendario Club, donde de puertas para dentro no existían los prejuicios ni la censura y sus moradores podían dar rienda suelta a instintos más primitivos.

Como en cualquier fiesta que se precie, nosotros también teníamos a un singular maestro de ceremonias. Rozaba el medio siglo y sus rasgos delataban su lugar de procedencia, aunque poco quedaba ya de las costumbres con las que se había criado, porque después de estar viviendo durante dos décadas en España se había convertido en un moro con vicios de cristiano. Gastaba un particular mostacho de un negro zaino que hacían de él su sello de identidad. Era un consumidor compulsivo de tabaco y aguas destiladas, por ello en la Torre de Babel se encontraba como pez en el agua y si a esto le sumamos que era un gran aficionado a los juegos de mesa y de azar aquel lugar era el auténtico paraíso. Para él los días transcurrían sin ningún tipo de estrés, difícilmente podías verlo antes del mediodía porque como buen anfitrión era el último en irse de la fiesta de la noche anterior, así que su actividad laboral comenzaba tras la hora de comer. Su principal función era la de atender a la clientela, con la que la mayoría de las veces jugaba interminables partidas de dominó, regadas con los rancios jugos que emergían de los viejos barriles que desde tiempos inmemoriales descansan detrás de la barra, y que le servían de aperitivo para el gran espectáculo que cada noche se presentaba en club babeliano.

La tónica dominante de estas inolvidables veladas es que siempre excedían del horario permitido, así que la solución que tomaba el maestro de ceremonias era hacerlas a puerta cerrada, para dar un toque más íntimo y familiar a la jarana. Era entonces cuando bajo el amparo que nos proporcionaba el cierre de la persiana comenzaba la representación, donde un nutrido grupo de embriagadas almas se profesaban amistad eterna bajo el cálido influjo que proporcionaba el licor servido por el gran maestro, aunque también había ocasiones en las que el festejo se veía empañado por alguna que otra trifulca. Cuando los efluvios de los inagotables lingotazos de agua destilada mezclada con las burbujeantes chispas de la vida hacían su efecto en el líder espiritual de esta atípica familia, nosotros aprovechábamos la turca que le acompaña para entrar en la barra y servirnos la bebida a cuenta de la casa. Cuando la tajada llegaba a límites insospechados, nuestro querido maestro con paso inseguro y tambaleante se acercaba a la mesa donde siempre nos sentábamos y entre balbuceos nos espetaba: ¡¡Chiquillos diez minutos!! , este era el primero de una serie de avisos porque los diez minutos de cortesía que teníamos para marcharnos a casa se convertían en horas. Aunque siempre cumplíamos la parte del trato y terminábamos picando espuela, el resto de crápulas que allí dejábamos acompañando al gurú de la fiesta, eran sorprendidos por la señora que a la mañana siguiente se encargaba de limpiar y cocinar en aquel Kit Kat Club de barrio.

Por raro que parezca en ese ambiente nocivo y decadente aprendimos que cuando el espectáculo comienza la gente se olvida que cada uno es cada cual y los prejuicios se evaporan al igual que el alcohol en sus venas. Desde que pusimos fin a nuestra estancia en la Torre de Babel no hemos vuelto a saber del maestro de ceremonias y su séquito, supongo que habrán encontrado otro lugar donde celebrar sus memorables fiestas.