jueves, 17 de diciembre de 2009

Navidades..... ¿blancas?

Diciembre es el mes oficial de las celebraciones, la fraternidad y los reencuentros. A parte de los compromisos familiares están las típicas cenas con la gente del gimnasio, los antiguos compañeros de universidad, los integrantes del equipo de futbol 7, y un largo etcétera de cenas y comidas que hacen que al mes le falten días para tanta celebración. Pero de entre todas ellas hay una que es de obligado cumplimiento, la que organizada la empresa.

Hacía un par de meses que me había incorporado a trabajar en la empresa y faltaba una semana para que se celebrara la cena navideña. Para ser sinceros no me hacía mucha gracia acudir porque vivo a 60 kilómetros de la cuidad y acabo de ser padre de gemelos, vamos que es un verdadero trastorno, pero comprenderéis que en mi situación no tengo alternativa, sino me presentara sería un falta de respeto hacía el jefe. Por otra parte este tipo de eventos es una buena manera de estrechar lazos con los compañeros, y más en mi caso, porque acabo de cumplir los cuarenta y ellos todavía no han llegado al cuarto de siglo, razón por la que nuestra relación se limita al ámbito estrictamente profesional. A pesar de albergar alguna duda, máxime cuando tenía que dejar a mi mujer sola con los dos mochuelos acudí a la cena con la intención de hacer acto de presencia, y una vez terminado el ágape, volver a casa para cumplir con mis obligaciones paternas.

La cena se celebraba en un afamado restaurante del centro, el jefe junto a su esposa, nos esperaban en la puerta y conforme íbamos accediendo al local para tomar asiento no felicitaban las fiestas, estrechándonos las manos, y propinándonos un candoroso abrazo. Además aquella noche estaban especialmente alegres, porque después de seis meses de espera por fin les habían entregado las llaves de su flamante Porsche Cayenne.

Una vez realizado el brindis de honor acompañado por unas breves palabras del jefe, nos sentamos a degustar el menú. Junto a mis compañeros de mesa comenzamos a hablar de trivialidades, pero después de un par de copas de un buen Rioja Reserva del 2001 el clima se fue relajando, y la conversación fue subiendo de tono. Era evidente que a aquellos pipiolos acostumbrados a beber garrafón en cualquier parque o plaza de la ciudad, un buen vino como aquel se les había subido a la cabeza, así que comenzaron a contarme sus batallitas sexuales y sus correrías nocturnas. Con el ánimo de agradar entré en el juego, les conté anécdotas de mis antiguas jaranas y que en mi pueblo me llamaban el “Pichichi”, porque era el que más metía. Poco a poco me fui metiendo a la concurrencia en el bolsillo y lo que empezó con un par de copas de aquel magnífico vino, acabó con cuatro botellas y pidiendo otra a la mesa de al lado.

Después del café, la copa y el puro de rigor tocaba retirada, pero ante la insistencia de mis jóvenes compañeros, incluido mi jefe y señora, decidí acompañarlos a un local cercano donde habían reservado la zona vip para nuestro uso y disfrute. La idea estaba muy clara, tomarme un Gin Tonic para rebajar la cena y marcharme a casa. La verdad es que cada vez me sentía más a gusto e integrado, al cabo del rato y por culpa de la maldita barra libre me había soplado tres lingotazos, así que con gran dolor de corazón decidí que había llegado el momento de marcharme, me puse el abrigo y después de despedirme de mis compañeros entre efusivos abrazados jurándonos amistad eterna, emprendí el camino hacia la salida del local.

De pronto y entre aquella marea de gente nos cruzamos las miradas, su cara me era familiar pero a esas alturas no la podía ubicar. Vestía con un traje negro de raso acompañado de un espectacular escote, no tendría más de veinte años, era rubia, con ojos color esmeralda, labios carnosos, y una nariz perfecta acorde a su belleza natural, su sedosa melena estaba decorada con un gorrito de Papa Noel, no puede evitar la tentación y reverdeciendo mis viejos laureles de pichichi me acerque a ella diciéndole: ¡¡es una pena que me tenga que marchar ya, porque me hubiera gustado tomar una copa contigo!!, a lo que respondió: ¡¡si te vas es porque quieres, nadie te obliga!!. Estuve cavilando unos segundos, mire el reloj y le dije: ¡¡en seguida vuelvo y tomamos una copa!!. No se porque lo hice, posiblemente la mezcla del alcohol y de aquella espléndida belleza había hecho que perdiera el norte. Salí del local y con gran entereza llame a mi mujer diciéndole que la velada se estaba alargando un poco, y que el jefe había prohibido terminantemente que nadie se marchara a casa antes que él. Evidentemente a ella no le hizo ninguna gracia, me recordó que estaba sola con los gemelos y que me esperaban 60 kilómetros hasta regresar a casa, pero finalmente y a regañadientes accedió.

Con mis ojos metidos en su joven y terso escote empezamos a hablar y a beber como descosidos, poco a poco y debido a la tremenda ingesta que llevaba en el cuerpo, mis facultades comenzaron a mermar, la sangre dejó de regar mi cerebro y se empezó a acumular en mis pantalones como una presa a punto de reventar, como vulgarmente se dice: “Estaba más caliente que el cenicero de un bingo”. Como una serpiente bífida y pécora a punto de clavar sus afilados colmillos me acerque a ella, cuando de pronto alguien posó su mano en mi hombro. Como mis movimientos eran lentos me costó reaccionar y cuando conseguí girarme tenía al jefe tras de mí. Sin apartar su mano de mi hombre me dijo: ¡¡Vaya, vaya Sr. Martínez veo que usted ha hecho buenas migas con mi hija!!, en ese momento el mundo cayó sobre mi cabeza, no podía articular palabra, así que decidí dar un trago a mi copa intentado deshacer el nudo que tenía en la garganta, pero cual fue mi desgracia que además del líquido también ingerí el sólido, y sin saber como me trague los dos cubitos de la copa. Mí cara comenzó a ponerse de color púrpura, el jefe me propinó unos fuertes golpes en la espalda hasta que conseguí expulsar los hielos, con tan mala suerte que fueron a parar directamente al canalillo de su espectacular hija. Como buenamente puede intenté disculparme ante aquella violenta situación, cuanto más explicaciones daba, más me hundía en mi propia mierda. Mi jefe me tranquilizó y me dijo que no pasaba nada, amablemente me propuso que me marchara a casa, pero debido a la curda que llevaba y sabiendo que vivía a 60 kilómetros de la ciudad accedió a llevarme.

Estaba completamente avergonzado, durante el camino hacia casa no solté ni palabra reflexionando sobre como una persona puede perder la dignidad y la vergüenza. A falta de cinco kilómetros empecé a sentirme mal, un sudor frío se deslizaba por mi frente, y mi estómago comenzó a funcionar como una lavadora pasada de revoluciones, fueron décimas de segundo pero cuando intenté decirle que parara, ya era demasiado tarde, había decorado su magnífico salpicadero forrado en piel y madera noble con los restos de una noche que ni él ni yo olvidaremos jamás. No recuerdo la expresión de su cara ni lo que me dijo, sólo sé, que hubiera preferido un millón de veces que aquella maldita noche me hubiera calzado a su hija, a ver como su flamante coche quedaba aderezado con los restos de mis alcohólicas entrañas.

Sin mediar palabra me dejó en la entrada del pueblo y despareció, pero mi ruina no había llegado a su fin, al llegar a casa descubrí que las llaves las había dejado en el coche, así que no tuve más remedio que llamar, cuando mi mujer me vio entrar por la puerta me pegó tal hostia que los tropezones que llevaba pegados en mi cara saltaron como muelles y caí inconsciente al suelo. Cuando conseguí despertarme estaba empapado en sudor, eran las 7 de la mañana del día 23 de diciembre, ojalá ésta patética historia hubiese sido una horrible pesadilla.


Nota del autor

Queridos amigos/as:

Si tenéis pensado salir de celebración estas navidades ojito con la bebida. La historia que acabáis de leer es verídica porque yo fui testigo de ella, bueno, para ser sinceros le ocurrió al primo de un amigo, o al hermano de su primo, o ¿fue a una amiga de mi hermana?, no lo recuerdo exactamente, de lo que estoy seguro es de qué alguien me lo contó.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Felices Fiestas

Con la llegada del sorteo de la lotería comenzaban oficialmente las vacaciones navideñas. Mientras los niños de San Idelfonso repartían alegría a unos pocos y salud a la mayoría, nosotros nos dedicábamos a decorar el árbol de navidad, mi madre ajena a todo este jolgorio aprovechaba para realizar acopio de todas las provisiones necesarias para abastecer los estómagos de nuestra extensa familia.

A parte de los dulces y frutos secos típicos de estas entrañables fechas, el producto estrella de nuestra casa para deleitar a los comensales después de las copiosas comidas, eran las “uvas con aguardiente” que mi madre preparaba de manera artesanal. La receta era muy sencilla, pero el secreto de su éxito dependía de que los productos utilizados fueran de la mejor calidad, para ello, el aguardiente lo compraba en las Bodegas Tarrasó, un pequeño comercio familiar que se dedicaba a la venta de aceites y licores, las uvas las compraba en la parada que Quiquet tenían en el mercado de Monteolivete. Una vez adquiridos los productos se introducían en un bote de cristal y se dejaban macerar hasta que las uvas debido a los efectos etílicos del aguardiente adquirían un color negruzco. Aunque era pequeño me las ingeniaba para apropiarme de este rico manjar y disfrutar de su sabor, la mejor manera de comerlo era sorbiendo todo el jugo que desprendía la uva para después masticarla lentamente, dejando una mezcla ardiente y anisada en la boca.

El mayor seguidor de esta pequeña delicatesen era mí tío que como cada año venía de Madrid para pasar las navidades con la familia. Su llegada era una de las mejores noticias, porque a parte de la alegría por verle, mi hermano y yo teníamos asegurada la correspondiente visita al circo y a la feria. Nada más llegar nos llamaba desde casa de mis abuelos y nos decía que pasáramos a recogerle al día siguiente para acudir a nuestra anual cita con la diversión. Todos los años seguíamos la misma pauta, lo primero que hacíamos era visitar la catedral y realizar una ofrenda a la Virgen de los Desamparados, luego aprovechando los puestos callejeros que se montaban en navidad, me obsequiaba con un reloj y a mi hermano con un juguete, después cogíamos un taxi y acudíamos al santo santorum de las fiestas navideñas ¡¡ LA FERIA!!.

La feria de navidad se montaba en el viejo cauce, no se porque razón pero aquel lugar me dejaba completamente hipnotizado, posiblemente fuera por aquella mezcla de olores a algodón de azúcar, castañas asadas, y el inconfundible aroma a la fritanga de embutidos, o por aquel girigay de sonidos y luces que desprendían las tómbolas y atracciones, daba igual las veces que la visitara, pero aquel magnetismo me fascinaba de tal manera que me pasaba la mayor parte del tiempo con la boca abierta.

Una vez recorrido el recinto no dedicábamos a lo que más nos gustaba, echar interminables partidas en las míticas “Carreras de Camellos”, gracias a ellas acabamos convirtiéndonos en auténticos profesionales, de hecho pienso que una de las razones por las que desaparecieron estas atracciones fue, porque cada vez que jugamos nos hacíamos con todos los premios. La mecánica del juego consistía en lo siguiente: como en una pista de atletismo habían diez calles ocupadas por camellos, a cada participante se le asignaba un camello, para hacerlos avanzar disponías de tres bolas que tenías que introducir por unos orificios que en función de su color hacían que tu camello avanzara con mayor rapidez. Los de color rojo lo hacían avanzar cuatro posiciones, los de color azul (tres), los amarillos (dos), y los verdes (una).

El maestro de ceremonias con esa voz que caracteriza a los feriantes daba la salida diciendo: ¡¡Comienza la carrera a ver quién se lo lleva!! , a partir de ese momento comenzabas a lanzar bolas como si fuera tu vida en ello, mientras tanto animaba la carrera diciendo: ¡¡Avanti tuti a tuti jorobich!! ¡¡El seis va en cabeza y el cuatro no se entera!! , pasados unos minutos sonaba una campana que daba por terminada la carrera y el director de la misma decía:¡¡ El siete ganador, el siete vencedor!! , al que le obsequiaba con una botella de cava de dudosa procedencia. Pero ahí no terminaba el asunto, porque los cinco primeros clasificados pasaban a la gran final en la que si conseguías la victoria podías elegir entre los siguientes premios: Muñeca Chochona, Payaso Nicolás o una infinidad de cachivaches que hasta los mismos chinos no se atreverían a vender en sus tiendas. Una vez vaciada la estantería de premios mi tío nos dejaba en casa y nos despedíamos hasta la comida del día de Navidad que se hacía en casa de mis abuelos.

Después del altercado que tuve con Papa Noel cuando le administre aquella tremenda paliza al confundirlo con el hombre del saco, la mañana de navidad no había ningún regalo a los pies del árbol, pero no importaba porque siguiendo la tradición familiar aquel día se reservaba para obsequiarnos con las estrenas.

Con nuestras mejores galas acudíamos a disfrutar del ágape que nuestros abuelos preparaban año tras año y consistía en: Sopa cubierta acompañada por la típica pelota de navidad, de segundo carne mechada, y para postre flan casero con piña y melocotón en almíbar. Cuando entraba en casa mí tío Miguel me esperaba en el comedor, y yo corría a través del pasillo para acabar subido en sus brazos tocando el techo. Durante la comida mi abuelo presidía la mesa, y junto a su inseparable cigarrillo nos contaba las mismas historias de siempre, aunque me las sabía de memoria no me importaba escucharlas porque para él era una gran satisfacción hacernos participes de una parte de su vida.

Una vez terminada la comida acudíamos a casa de mis tíos donde mis primos esperaban ansiosos nuestra llegada para que la abuela nos obsequiara con sus abundantes estrenas. Como mujer de costumbres que era, nos hacía colocarnos en fila empezando por el de menor edad y terminado por el mayor, una vez colocados y como si de una gran matriarca se tratara, nos hacia extender la mano y contar junto a ella aquellos billetes que según decía los guardaba debajo del colchón.

Tras un día agotador y con los bolsillos llenos de pasta sólo quedaba esperar a que la noche de reyes, los magos y sus pajes vinieran con los sacos llenos de regalos, pero esta historia la dejaremos para el año que viene.

¡¡Felices Fiestas a tod@s!!

Dedicado a los presentes y a los ausentes.

jueves, 10 de diciembre de 2009

VI. Adiós muchachos

……... compañeros de mi vida,
barra querida de aquellos tiempos.
Me toca a mí hoy emprender la retirada,
debo alejarme de mi buena muchachada.

Adiós, muchachos. Ya me voy y me resigno...
Contra el destino nadie la talla...
Se terminaron para mí todas las farras,
mi cuerpo enfermo no resiste más...

Al igual que este popular tango, los años fueron pasando y desgraciadamente aquella inseparable tropa se disolvió de misma manera en la que por primera vez nos hicimos amigos, cada uno tomó caminos distintos, pero de lo que estoy seguro es que si volviésemos a encontraros lo primero que recordaríamos sería aquella mañana en la que el enemigo opresor mordió el polvo, llevando de júbilo y alegría las vidas de todos los chavales que alguna vez jugaron en La Placeta.

Aquella destartalada fuente en la que tan buenos momentos pasamos se ha convertido en una gran losa de mármol, tras su jubilación el enemigo opresor traspasó su negocio para convertirlo en una heladería, pero lo que quedara para el resto de los días es un pegote adherido a modo de estalactita que habita en la fachada de la finca, como homenaje a los valientes que un día plantaron cara a la reacción.

¡A las barricadas! ¡A las barricadas
por el triunfo de la Confederación!


FIN

V. Y así nació la leyenda

Los días posteriores al brutal ataque los rumores fueron corriendo por el barrio como la pólvora (nunca mejor dicho), lo que hizo que nuestra particular batalla para defender el derecho a jugar en la calle acabara convirtiéndose en leyenda. Como podréis imaginar la noticia se convirtió en una gran bola de nieve, todo el mundo que habitaba en el barrio e incluso los que no, aseguraban que aquel glorioso día estuvieron presentes y fueron participes del ataque contra el enemigo opresor. Comenzaron a circular diferentes versiones al respecto a cual más increíble, en las que contaban que debido a la explosión uno de los chicos había perdido las manos, otras en las que la bomba de praliné le había estallado en plena cara, también se comentó que la tienda quedó reducida a cenizas y un largo etcétera de bulos y chismorreos alejados completamente de la realidad.

Desgraciadamente estuve bastante tiempo sin pisar la calle, aunque tuve el “privilegio” de encender la mecha, no pude disfrutar del momento en el que el barbudo tirano volvió a su tienda después de almorzar.

Mientras disfrutaba de su particular almuerzo en el bar de enfrente, nosotros detonábamos la carga. Al igual que el resto de la gente que en aquel momento estaba en La Placeta escuchó la tremenda explosión, pero aquel estruendo pasó inadvertido para él, porque como ya he contado aquel lugar era un auténtico polvorín. Una vez terminada su ración de tortilla de patatas y su correspondiente carajillo, recogió a su fiel mascota que le estaba esperando en la puerta, y juntos se dirigieron hacia la tienda. Antes de cruzar la calle observó un gran tumulto alrededor de su negocio, en ese momento un escalofrío recorrió su cuerpo avisándole que nada bueno le espera tras el gentío. Poco a poco fue abriéndose paso entre aquella marea humana hasta que consiguió ponerse en primera fila, cuando la gente se percató de quién era se produjo un silencio sepulcral y todos quedaron expectantes a su reacción.

Como se suele decir en estos casos “se nos fue la mano” , una cosa era detonar los truños en un descampado, y otra bien distinta hacerlo contra la fachada de un edificio. Los 10 gramos de pólvora que contenía el masclet produjeron un efecto devastador, formando un tremendo collage imposible describir con palabras.

Aunque sabía positivamente quienes eran los artífices de tal desperfecto no tenía pruebas para acusarnos, así que con resignación encendió un cigarrillo y junto a su perro entró a la tienda para limpiar los desperfectos. Por primera vez comprendió que nunca puedes subestimar a tu rival, y menos cuando te enfrentas a un grupo de infantes descerebrados dispuestos a todo.

Aquel 18 de marzo de 1986 a las 12:45 pm LA GUERRA HABÍA TERMINADO.

CONTINUARA…………………………………………..

viernes, 4 de diciembre de 2009

IV. Día D (Volando voy)

18 de marzo de 1986 12:00 pm comienza la operación “Kaka de Luxe”

Aquella mañana la gente apuraba las últimas horas antes de que los monumentos falleros se convirtieran en cenizas para dar paso a la primavera, nada hacia presagiar lo que estaba a punto de ocurrir.

Debido a los nervios la noche anterior no pudimos conciliar el sueño, poco a poco fuimos apareciendo todos, y esperamos a que el enemigo opresor saliera de su tienda para almorzar, sin saber que cuando volviera le habríamos obsequiado con un delicioso postre ideal para tomar después del café.

Como la misión entrañaba un gran peligro nadie se presentó voluntario para activar la carga, así que la mejor manera de elegir al mártir era realizando un sorteo a pares y nones, de manera que al final el perdedor de todas las rondas era la persona elegida para detonar la apestosa munición, por suerte o por desgracia el destino reservó para mí tan histórico momento.

Según lo previsto el día anterior el perro de nuestro nuevo amigo vació sus entrañas en el punto acordado, acto seguido y con sumo cuidado abrimos la caja del destructivo artefacto. El supermasclet descansaba sobre una tupida capa de serrín, una vez vaciada lo colocamos sobre la bomba de praliné. Hasta la fecha nunca habíamos visto ninguno, y lo que conocíamos sobre estos potentes artículos pirotécnicos eran habladurías, pero para ser sinceros bastante ciertas, porque aquello era muy parecido a un misil de crucero BGM-109 Tomahawk.

Con caras de satisfacción nos miramos sabiendo que íbamos a tener el honor de conocer en primera persona sus devastadores efectos. Aunque estaba muerto de miedo, me sentía un privilegiado porque las caras de mis compañeros revolucionarios reflejaban una sana envidia. Mientras que yo me apretaba los cordones de las zapatillas y tapaba mi cara con el pañuelo fallero, mis amigos hacían lo propio retardando la mecha, una vez finalizada la preparación nos abrazamos y gritamos al unísono: ¡Hay que derrocar a la reacción!. Después de toda esta liturgia llegó el momento crucial, la gente se fue colocando en sitios estratégicos para no perderse detalle del espectáculo, yo sólo ante el peligro me preparé para hacer estallar aquella diabólica carga.

Con el corazón completamente desbocado el poco aire que me quedaba lo utilice para soplar en la mecha y avivarla, con manos temblorosas la acerque hacia el masclet, lo prendí y entre los gritos de ánimo de mis compinches me puse a correr como jamás en vida lo había hecho. No se el tiempo que pasó y la distancia que recorrí, pero lo que si recuerdo con meridiana claridad fue el momento de la explosión. Un estruendo ensordecedor envolvió a La Placeta, debido a la onda expansiva caí al suelo, y sentí como unos ardientes trozos de metralla perforaban mi espalda y mi cabeza, aunque intenté levantarme no puede hacerlo porque estaba completamente desorientado, debido a la fuerte explosión no escuchaba absolutamente nada, era como si un ruido sordo se hubiera apoderado de mis oídos, desde el suelo y totalmente aturdido comencé a tocarme para ver si todos mis órganos y extremidades permanecían en su sitio. La mitad del grupo debido a la dantesca situación pusieron pies en polvorosa dirección a sus respectivas casas, y los pocos que quedaron fueron corriendo en mi auxilio para intentar levantarme, como buenamente pudieron me cogieron en volandas llevándome a un lugar más tranquilo.

Cuando empecé a ser consciente de la situación descubrí que aquellos trozos de ardiente metralla no eran más que escatológicos fragmentos que habían estucado mi retaguardia. Es en esos momentos descubres que tienes amigos verdaderos, porque a pesar de que estaba cubierto por una espesa capa de mierda me abrazaron gritando: ¡¡Hemos derrotado a la reacción!!. A mí me embargaba un sentimiento agridulce porque aunque habíamos ganado la guerra todavía me quedaba por librar la madre de todas las batallas, explicarle a mi progenitora como aquel nauseabundo estucado decoraba mi espalda. Conforme me marchaba hacia casa convertido en un héroe, mis camaradas revolucionarios entonaron la canción en homenaje a los compañeros caídos en acto de servicio, porque como era previsible no iba a pisar la calle durante una larga temporada.

Lo que ocurrió en casa y el castigo que recibí quedará bajo secreto sumarial, sólo puedo decir que los únicos petardos que volví a encender años después, no estaban precisamente llenos de pólvora.

CONTINUARA…………………………………………..

jueves, 3 de diciembre de 2009

III. De cartón piedra

Con la llegada de las fallas la ciudad entera era un hervidero de gente, el ruido y el olor a pólvora la recorrían de parte a parte. En nuestro barrio la falla se plantaba a escasos cincuenta metros de La Placeta, para ser sincero nunca me fijaba en el monumento que plantaban porque lo único que me interesaba realmente era quemar la mayor cantidad de pólvora posible, eso sí, siempre dentro de mi limitado presupuesto.

Como podréis imaginar aquello era un auténtico polvorín, convirtiendo a La Placeta y su fuente en un auténtico campo de batalla. Debías andar con mucho cuidado porque aquel caótico zafarrancho no entendía de razas, credos, ni religiones, y el más mínimo descuido podía traerte graves consecuencias para tu integridad, así que lo mejor para sobrevivir a la semana fallera era agenciarte un kit básico compuesto por: una mecha que permanecía encendida durante el tiempo que pasabas en la calle y sólo apagabas una vez entrabas en casa, una bolsa de petardos cuyo tamaño variaba en función del presupuesto que tuvieras disponible, calzado deportivo, y por último, el clásico pañuelo y blusón aunque no fueras miembro de ninguna falla.

La mejor manera para detonar aquellos explosivos era utilizar botellas de agua y botes de Coca-Cola, en cuyo interior depositabas el petardo con la única finalidad de reventarlo en el mayor número de trozos posibles. Para ello existía una amplia gama de material pirotécnico, pero lo más utilizado era:

Vacas: petardos de poca intensidad que lo único que hacían era levantar el polvo, pero que servían de gran alivio cuando la economía no daba para más.

Carpinteros: tenían mayor fuerza que las vacas, cuando los colocabas en alguna botella de plástico o de algún bote de Coca-Cola conseguías elevarlos unos centímetros del suelo.

Salidas: eran petardos para uso aéreo, se colocaban dentro de un tubo cartón y se lanzaban a modo de misil. La mejor manera de fabricar un buen lanzamisiles era adosando varios tubos de papel albal sujetos con cinta aislante.

Masclet: sin duda alguna la joya de la corona, y por extensión el producto más deseado por todos. Existían diferentes categorías en función de su intensidad, evidentemente los más potentes eran carísimos y sólo podían venderse a personas mayores de edad, al ser menores solo podíamos aspirar a comprar los de intensidad media, pero para nosotros eran suficientes porque causaban grandes desperfectos.

Cansados de destrozar prácticamente todos los envases que moraban por el barrio, decidimos dar un paso más en nuestra destructiva misión, así que tuvimos la brillante idea de colocar los artefactos en truños de perro y esperar agazapados viendo como la onda expansiva repartía la escatología y fétida carga. Para ello acudíamos a un descampado cercano donde los habitantes del barrio llevan a sus mascotas para que ejercieran su personal momento All-Bran. Aunque era bastante asqueroso y la mayoría de las veces me producía arcadas, recuerdo que mientras preparábamos los dispositivos nos partíamos de risa pensando en cual sería el destino de aquellos pequeños trozos de caca.

Disfrutando de tan asqueroso juego caímos en la cuenta de cual sería la venganza que por fin derrotaría al reaccionario “barbas” y a su fiel chucho, dejando a Edmond Dantès en un vulgar aprendiz.

Aunque no lo parezca era un trabajo concienzudo ya que debíamos utilizar todos los conocimientos matemáticos y físicos que teníamos a nuestro alcance. En primer lugar había que calcular el tamaño del truño, después utilizar la carga de pólvora necesaria para que el efecto fuera lo más devastador posible. Tras varias pruebas dimos con la fórmula mágica, pero había un problema logístico: ¿Cómo transportar el truño hasta la puerta de la tienda?, tras varias deliberaciones aplicamos la lógica de un dicho muy conocido “Si Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a Mahoma”, hablando en cristiano, necesitábamos un perro que plantara un pino en la puerta. Este era un verdadero problema porque ninguno de nosotros disponía del mejor amigo del hombre, si no lo conseguíamos nuestra ansiada venganza se vería truncada. Buscamos planes alternativos pero eran muy descabellados, ante tal situación comenzamos a desmoralizarnos y a tener el convencimiento de que jamás podríamos derrotar al tirano.

De repente y como una aparición mariana vimos a lo lejos a un chaval que vivía cerca de nuestra calle, aunque nunca habíamos hablado con el porque se había trasladado al barrio hacia poco tiempo, si nos conocíamos de vista. Como no teníamos nada que perder nos acercamos y le preguntamos: ¿podrías hacernos un favor?, con curiosidad contestó: ¿De que se trata?, comenzamos a contarle toda la historia y como aquel tirano nos hacía la vida imposible. Tras unos minutos de reflexión dijo: ¡podéis contar conmigo!. Posiblemente su respuesta afirmativa estuviera condicionada porque al ser nuevo en el barrio, ésta era la única oportunidad que se le presentara para hacer nuevas amistades, y no se equivocó, porque desde aquel día nos hicimos inseparables, convirtiéndose en uno de los nuestros. Una vez localizados todos los ingredientes, sólo faltaba preparar el plato de la venganza, ponerlo a cocinar, para servirlo tal y como mandan los cánones “frío”.

Al día siguiente estudiamos concienzudamente cual sería la hora más adecuada para realizar el ataque final. Como en todas las guerras tendríamos daños colaterales, pero era un precio que había que pagar para acabar definitivamente con la reacción. Después de una larga deliberación decidimos que el mejor momento para ejecutar la operación “Kaka de Luxe”, sería a las 12:00 pm del día 18 de marzo, así que lo único que nos quedaba era comprar el artefacto que la ocasión merecía. Como en una partida de póker vaciamos nuestros bolsillos hasta dejarlos literalmente sin pelusas, y juntamos todas las pesetas de las que disponíamos. C0n el dinero recaudado podíamos comprar un Supermasclet, lo llamaban así porque tenía una fuerza descomunal pero con un gran inconveniente el recorrido de la mecha era muy corto, con lo que tenías escasos segundos para encenderlo y salir por piernas, así que el único modo de ganar algo de tiempo antes de su detonación, era lijando la mecha sobre un superficie rugosa. Como este tipo de material pirotécnico estaba vetado para nosotros le pedimos al hermano mayor de uno de nosotros que nos lo comprara. Sin preguntar para que lo íbamos a utilizar accedió a nuestra petición, sin saber que ese letal artefacto iba a cambiar definitivamente la fisionomía de nuestra querida Placeta.

Ahora sólo quedaba esperar a que diera comienzo el día D, adelantándonos a la gran mascletá que se dispara cada año el día de San José en la Plaza del Ayuntamiento.

CONTINUARÁ…………………………………………

II. Pacto entre caballeros

Entre el aturdimiento y la indignación nos fuimos hacia casa, pero durante el trayecto decidimos enterrar el hacha de guerra, y aunar esfuerzos para luchar contra aquel tirano que se quería apoderar del único lugar en el que podíamos jugar sin peligro de ser atropellados, porque en esta ocasión había ultrajado el honor todos y cada de nosotros. Sin más preámbulos, nos estrechamos las manos y firmamos un pacto entre caballeros, como hizo Joaquín Sabina con su canción:

"..... yo, que siempre cumplo un pacto
cuando es entre caballeros....."

Al día siguiente planeamos comenzar con la batalla psicológica así que, al igual que un coro navideño cuando pide el aguinaldo, nos pusimos frente a su puerta a deleitarle con nuestro particular grito de guerra:

Hay que derrocar a la reacción!
¡A las barricadas! ¡A las barricadas
por el triunfo de la Confederación!

Con paso ufano y altanero se asomaba al límite que separaba el umbral de su tienda con el mármol de La Placeta, apurando su cigarrillo con mirada desafiante, mientras nosotros permanecíamos impasibles ante aquella provocación, elevando el tono de nuestro reivindicativo himno. Durante semanas acudimos cada tarde a cantarle nuestra peculiar serenata hasta que decidimos dar por terminada la misión para iniciar una nueva fase de nuestra terrible venganza.

Nos dividimos en dos grupos: por una parte estaba la D.A.C (División Acorazada Ciclista), cuyos integrantes conducían las bicicletas que estaban de moda por aquella época (Orbea, Torrot, G.A.C y BH), la otra parte del grupo estaba formada por la C.T.S (Compañía Transportada Sancheski). No quiero se modesto pero siendo sinceros éramos un verdadero grupo de élite que ya le hubiera gustado a más de un ejército tenernos entre sus filas. Yo pertenecía a la temida C.T.S. Nuestra forma de actuar era peligrosa para nuestra integridad pero letal para el enemigo. Nuestra misión consistía en lo siguiente: subidos al monopatín, bien fuera de pie, de rodillas o en cuclillas, éramos arrastrados por las potentes bicicletas sujetos con una cuerda atada al sillín, cuando habíamos alcanzado velocidad suficiente soltábamos la cuerda y nos dejábamos llevar por la inercia intentado realizar arriesgadas piruetas, que la mayoría de las veces acababan con nuestros huesos en el suelo.

Después de un par de meses de duro entrenamiento conseguimos perfeccionar la técnica de tal manera que antes de caer al suelo teníamos la capacidad de controlar la dirección del monopatín para dirigirlos hacia objetivos concretos. Con esta depurada técnica ya estábamos preparados para atacar el centro de operaciones del enemigo, así que después de solucionar algunos flecos relativos a la logística, pusimos en funcionamiento la operación “Mi barba tiene tres pelos”, que consistía en pasar con las bicicletas frente a la tienda del enemigo y con la misma precisión de un reloj suizo, saltar del monopatín dirigiéndolo como obús hacia el escaparate. Por primera vez en mucho tiempo y tras los continuos ataques, conseguimos minarle la moral de tal manera que su arrogante actitud se convirtió en irritación y furia al saber que una pandilla de revolucionarios imberbes había conseguido sacarlo de sus casillas.

En uno de los múltiples ataques con los que le obsequiamos, fue cuando perdió literalmente los papeles y, en un acceso de cólera, salió a La Placeta voz en grito, amenazando con llamar a nuestros padres e incluso a la policía para que nos dieran una buena reprimenda. Era tal el estado frenético en el que se encontraba que decimos retirarnos y dejar que las aguas volvieran a su cauce.

Tras unas semanas de calma tensa decidimos pasar a la acción pero esta vez el destino nos tenía preparada una desagradable sorpresa. Debido a un error de cálculo dos de miembros de la C.T.S perdieron su preciado monopatín en acto de servicio. Aquel día planeamos realizar un ataque combinado en el que de manera simultánea se lanzaban dos monopatines. Todo marchaba a la perfección y en el último lanzamiento los dos monopatines chocaron entre sí con tan mala fortuna que su trayectoria se desvió y fueron a parar a la entrada de la tienda del enemigo. Los dueños de los Sancheski intentaron recuperarlos, pero él fue más rápido y los confiscó. Con los ojos inyectados en sangre grito: ¡¡Ahora ya son míos, si queréis recuperarlos tendrán que venir vuestros padres a por ellos!!.

Aquel día recibimos un duro golpe, intentamos convencer a los damnificados para que contaran a sus padres que unos manguis les habían levantado los monopatines, pero no cedieron a nuestras presiones (yo tampoco lo hubiera hecho), ya que por aquel entonces un Sancheski eran palabras mayores, así que con gran dolor de corazón le contaron a sus padres la verdad del asunto para recuperar tan preciado bien. La confesión tuvo grandes consecuencias en el barrio. Casi todas las madres se conocían porque coincidían en el mercado o a la salida del colegio, así que la lista con los nombres de los implicados corrió como la pólvora. La respuesta ante tales afirmaciones fue recibida por el sector maternal con total escepticismo ya que ellas creían a pies juntillas que sus hijos no tenían nada que ver en el asunto y que la culpa era de los otros, pero, para prevenir males mayores, tomaron la determinación de confiscar los monopatines y las bicicletas hasta la resolución de los hechos.

Aunque nos costó reconocerlo, el enemigo era más fuerte de lo que imaginábamos. Sin balones para echar los míticos partidos de todos contra todos, nos dedicamos a practicar juegos menos agresivos pero igual de divertidos. Nuestro largo y pesado correctivo lo cumplimos jugando a la peonza, las canicas, y sustituimos los añorados monopatines por unos Yo-Yo Russell 5 Estrellas.

Durante el prolongado cautiverio reinó la paz, pero sólo sirvió para fraguar una venganza que cambiaría definitivamente el devenir de los tiempos, porque nuestros corazones seguían latiendo al ritmo de nuestra consigna.

Hay que derrocar a la reacción!
¡A las barricadas! ¡A las barricadas
por el triunfo de la Confederación!


CONTINUARÁ…………………………………………

martes, 1 de diciembre de 2009

I. La guerra de "dos" mundos

Negras tormentas agitan los aires,
nubes oscuras nos impiden ver,
aunque nos espere el dolor y la muerte,
contra el enemigo nos llama el deber.

El bien más preciado es la libertad,
hay que defenderla con fe y valor.

Alza la bandera revolucionaria,
que del triunfo sin cesar nos lleva en pos.

Alza la bandera revolucionaria,
que del triunfo sin cesar nos lleva en pos.

En pie pueblo obrero, a la batalla!
¡Hay que derrocar a la reacción!

¡A las barricadas! ¡A las barricadas
por el triunfo de la Confederación!

¡A las barricadas! ¡A las barricadas
por el triunfo de la Confederación

Éste era nuestro grito de guerra allá por los ochenta. Con los años supimos que era una de las canciones que cantaban los anarcosindicalistas durante la guerra civil, convirtiéndose en el himno oficial de la CNT (Confederación Nacional del Trabajo). No recuerdo como la aprendimos y aunque no entendíamos su significado, nos veíamos reflejados en sus versos, ya que durante años sufrimos la tiranía, el abuso de autoridad, y las injusticas de un auténtico opresor que campaba a sus anchas por el barrio.

Siempre andaba acompañado por su perro, un pastor alemán que tenía verdadera animadversión hacia los críos, en parte gracias a la doctrina recibida por su dueño. Nuestro “enemigo”, no tendría más de cincuenta años, llevaba una poblada barba canosa con tonos amarillentos, conseguidos tras muchos años de consumo de nicotina. Cuando aspiraba aquellas nocivas bocanadas parecía que de un momento a otro fuera a salir en llamas, pues el cigarrillo quedaba prácticamente oculto entre aquel rancio pelaje.

Regentaba un negocio situado en “La Placeta”, bautizada popularmente con ese nombre porque era una pequeña plaza, cuyo centro estaba coronado con una fuente que en otros tiempos manaba agua, pero que ahora se había convertido en un árido paisaje de cemento y loza. Como el barrio estaba carente de parques, los niños de las calles de alrededor acudíamos allí a descargar nuestra infantil adrenalina. El suelo que rodeaba a la destartalada fuente, era de un finísimo mármol ideal para patinar con nuestros añorados monopatines “Sancheski”, piedra angular del skateboard actual, cuya plancha de poliuretano naranja hacía verdaderas escabechinas en nuestras ya de por si castigadas extremidades. También la utilizábamos para resolver nuestras rivalidades con otros chicos del barrio jugando masivos partidos de fútbol.

Lo que más irritaba al “enemigo opresor” era que toda esta serie de lúdicas actividades las realizáramos frente a su negocio, porque según decía, sus escaparates corrían serio peligro de rotura, aparte de espantar su exigua clientela. Así que utilizando todo tipo de tácticas y artimañas, impedía el correcto desarrollo de nuestro tiempo de esparcimiento, pero a pesar de su férreo marcaje siempre conseguíamos nuestro objetivo, ya que nosotros nos amparábamos en el derecho de que la que la calle ¡¡ERA DE TODOS!! , y mientras que no jugáramos dentro de su tienda no podía decirnos nada.

Como ya he contado en alguna ocasión, siempre andábamos a la gresca con la gente que habitaba alrededor de nuestra calle. Hubo una tarde en la que uno de los nuestros recibió un ataque sorpresa, cuando nos enteramos de la noticia fuimos rápidamente a defender su honor, porque estaban terminantemente prohibidas las agresiones siempre que los grupos no fueran superiores a tres miembros. La única forma de resolver este tipo de conflictos era jugando un partido de fútbol en el Estadio Callejero de La Placeta, ganaba quién más goles consiguiera, y terminara con el mayor número de efectivos sobre el terreno de juego.

Aquella tarde nos dispusimos a jugar uno de los partidos más importantes en nuestra corta existencia, habían mancillado el honor de uno de nuestros miembros y eso era como romper la ley de ormeta en la italiana isla de Sicilia. Como auténticos caballeros legionarios acudimos a nuestra crucial cita, parecíamos aquellos valientes prisioneros de guerra ucranianos que aún a sabiendas de sus fatídicas consecuencias, ganaron y humillaron a los soldados alemanes de la Wehrmacht, en el conocido como Partido de la Muerte, que décadas después inspiró a la película, Evasión o Victoria.

Si alguna vez habéis jugado o sido testigos de este tipo de partidos, sabréis que no existen reglas definidas al respecto, aquí se aplicaba la máxima del todo vale, trallón incluido. Debido a la diversidad en las vestimentas era dificilísimo identificar a tus compañeros, de hecho pienso que la banda de Pancho Villa iba muchísimo más uniformada que nosotros, y que decir de realizar tres pases seguidos, así que la mejor manera de disputar el encuentro era recurriendo a la táctica del ¡¡Patá y avant!!.

Todo transcurría con total normalidad: patadas, codazos, tirones de camiseta, algunas gafas volando, hasta que de pronto hubo una falta al borde de la imaginaria área. Como en este tipo de encuentros la figura del árbitro no existía, los conflictos se resolvían entre todos los participantes del encuentro, y por alguno de los espontáneos espectadores, tras mucha deliberación decidimos pitar la falta. La tensión era máxima, el partido estaba muy disputado, las tablas reinaban en el marcador debido al continuo correcalles en el que se había convertido aquel combate en defensa del honor. Nuestro portero colocó una barrera de cuatro y ordenó al resto del equipo que hiciera marcaje al hombre, el mejor lanzador del equipo rival cogió el esférico con la misma sangre fría y convicción con la que Hugo Sánchez lanzaba una pena máxima, lo colocó al borde del área y pegó un tremando disparo, el balón salió despedido como un auténtico proyectil haciendo una extraordinaria parábola, que superó a la impasible barrera. Nuestro portero, con unos reflejos felinos, prolongó su brazo hasta el límite que la física y la naturaleza permiten, y consiguió desviar el potente disparo hacia el medio del terreno de juego ante la atenta mirada de la concurrencia, de repente sin que nadie lo esperara el cancerbero del equipo rival hizo acto de presencia, ya que jugamos con la versión del portero-regateador, conforme bajaba el balón, cogió impulso, y con todas sus fuerzas pegó un tremendo chut que hizo temblar los cimientos de la plaza, pero con tan mala suerte que fue a impactar contra el escaparate del “enemigo opresor”.

Por un instante todos quedamos paralizados, pero al comprobar que el escaparate no había sufrido daño alguno (posiblemente fuera blindado), dejamos que el balón continuara rodando, sin sin saber como, entre toda aquella nube de piernas apareció nuestro barbudo enemigo junto a su inseparable perro y cogió el balón, todos empezamos a recriminarle diciéndole que nos lo devolviera, pero haciendo caso omiso a nuestra petición, aprovechó el momento de confusión y delante de todos lo pinchó.

Recuerdo que se montó un verdadero guirigay, hubieron gritos, insultos, lloros, ladridos, pero como éramos pequeños teníamos todas las de perder, así que no quedo más remedio que retirarnos. Conforme nos marchábamos se quedó en la puerta de su tienda con el balón en una mano, y acariciando a su perro con la otra, sus camuflados labios dibujaban una sonrisa de satisfacción al verse ganador de la batalla, lo que no sabía era que posiblemente perdiera la guerra.



CONTINUARÁ ………………