lunes, 22 de febrero de 2010

Torre de Babel

Aunque destartalada y vieja todavía conservaba el esplendor de años pasados, de hecho cuando cruzabas el umbral de su puerta comprobabas que entre aquellas paredes el tiempo se había paralizado. Sus techos altos y abovedados sujetos por vigas madera hacían que el nocivo humo que se respiraba flotara de manera permanente, igual que la niebla que cubre los cielos de la ciudad del Támesis. Bajo una extensa capa de colillas y ceniza, se vislumbraba un suelo de mosaico que después de tantos años casi habían desaparecido las geometrías figuras que lo decoraban. Tras una larga y pegajosa barra marcada por los cercos de las copas, descansaban unos grandes barriles de madera que guardaban litros de un vino rancio que tanto gustaba a sus fieles parroquianos, los cuales aprovechaban el bajo coste de esta bebida espirituosa para alegrar su retiro dorado jugando interminables partidas de dominó. Frente a ella estaban las habitaciones que años atrás habían sido la vivienda de sus fundadores, pero ahora servían para completar el aforo del local. En la parte trasera había un pequeño patio, su suelo adoquinado y desnivelado por el inevitable paso de los años hacía prácticamente imposible mantenerse erguido. Esto era un verdadero problema para sus beodos habitantes, ya que cuando salían a vaciar sus castigados riñones hacían verdaderos equilibrismos para no darse de bruces. Estaba coronado por un centenario ficus de interminables raíces, cuya agradable sombra creaba un pequeño microclima que hacía a los cálidos meses de verano más llevaderos.

Aquel lugar centro de acogída de lo más granado del barrio, era una auténtica institución, una mezcla entre la Cueva de Luis Candelas y el Gran Café Gijón, admitía a cualquier persona sin importar su raza, credo, o religión. Según contaban los más viejos del barrio era tal el embrujo que ejercía sobre quienes la visitaban que una vez entrabas en ella ya no podías salir. Algo parecido a aquellas antiguas historias de sirenas que utilizaban la seducción de sus cantos para hacer naufragar a los marineros. Evidentemente por razones que se escapan a la lógica caímos rendidos en su misterioso hechizo y haciendo honor a la leyenda entramos a formar parte del selecto club bodeguero. Desde ese mismo instante todo nuestro universo quedó reducido a aquellas cuatro paredes que sólo abandonábamos en contadas ocasiones para visitar a la vecina del segundo, que según decían vendía cosa fina. El resto del tiempo al igual que nuestro dinero lo perdíamos en largas partidas de cartas, pero de entre todas las actividades ludópatas que no lúdicas que practicábamos, había una en particular que nos gustaba más que la angelical e inocente mirada de Natalie Imbruglia.

En una de las habitaciones que antaño habían ocupado sus fundadores se instaló un futbolín, porque con gran visión comercial su dueña pensó que debido a la cada vez mayor afluencia de gente joven sería una buena fuente de ingresos para sus arcas. Y no andaba equivocada porque allí pasábamos prácticamente todo el tiempo, hasta el punto que monopolizamos aquella estancia como si fuera de nuestra propiedad. Desde aquel día se dejó de escuchar el mítico programa “Tu canción, tu recuerdo” que emitían en la 97.7 Valencia y que tanto les gustaba escuchar a sus parroquianos, para dar paso al constante y metálico traqueteo de los jugadores pateando la pelota. La sorpresa vino cuando llegó el momento de hacer la recaudación y recoger los jugosos beneficios, ¿sabéis cual era la recaudación?, NADA y os preguntareis: ¿cómo es posible que después de tantas horas jugando no haya ni una peseta?, aquí tenéis la respuesta.

En vez de monedas introducíamos una cinta metálica por la pequeña ranura que quedaba cuando tirabas de la palanca que accionaba la caída de las bolas. Cuando ésta hacía tope tirabas de la palanca a la vez, y activabas el mecanismo que hacía salir las bolas, igual que si hubieses metido una moneda. Tras el monumental cabreo de la dueña y con la firme promesa de que no lo volveríamos a hacer dejó el futbolín, eso sí, con un complejo sistema de seguridad para que nadie pudiera introducir nada por aquella “rajita”. Con lo que no contaba es que nuestra promesa la habíamos hecho con los dedos cruzados, porque un nuevo sistema para echar partidas gratis ya estaba en funcionamiento. Era más rudimentario y consistía en aplicar las leyes básicas de la física, es decir, volcábamos el futbolín hacia el lado por donde salían las bolas y debido a la gravedad estas salían de balde por su propio peso. Fue entonces cuando de manera tajante tomó medidas drásticas y como solución, clavó las patas del futbolín al suelo para evitar futuros levantamientos. Tras esas drásticas medidas no encontramos la manera para jugar partidas gratis, así que abandonamos nuestra afición, lo que provocó la definitiva retirada del futbolín.

Esto es sólo una muestra de las muchas anécdotas que allí vivimos, porque en aquella pequeña Torre de Babel claro ejemplo de convivencia entre gentes de distinto pelaje, pasamos una etapa importante de nuestras vidas, quizás la mejor. Y aunque cada vez se hacen más borrosos los recuerdos, siempre que tenemos la oportunidad nos gusta rememorar aquellos interminables días en los que vivíamos bajo su misterioso embrujo. Nada queda ya de la antigua bodega y las historias que ocurrieron en ella, por eso intentaré relatarlas dentro de los límites del secreto sumarial, porque hay algunas que son de uso exclusivo, de aquellos que durante una década respiramos el inconfundible aroma de la “sarna bodeguera”.

martes, 9 de febrero de 2010

De repente, un extraño

Después de las interminables vacaciones estivales llegaba el momento de comenzar un nuevo curso escolar. Mientras mi madre preparaba el uniforme, una mezcla de sentimientos contrapuestos embargaba mi corta existencia. Por una parte estaba feliz por el reencuentro con mis viejos compañeros de pupitre, a los cuales les enseñaría las heridas de guerra que el verano había dejado grabadas en mi piel, pero también me acompañaba la incertidumbre por conocer al nuevo maestro, el cual y según la versión de los hermanos mayores se gastaba muy malas pulgas. Por otra parte volvería a sentir el inconfundible pero efímero aroma de mis nuevos libros de texto, ya que en breve probarían el aceitoso sabor de mis bocadillos de atún. Sin más remedio y añorando las aventuras vividas a bordo de mi bicicleta, cerraba la cartera en la que guardaba el libro de Vacaciones Santillana por terminar y ponía rumbo hacia el colegio.

Al entrar a clase el ruido era ensordecedor y comenzaba un festival de besos, abrazos y lágrimas de algún que otro nostálgico que no se había hecho a la idea de que el verano habían llegado a su fin. Tal y como imaginaba mis amigos y yo mostrábamos orgullosos nuestras cicatrices, mientras que las chicas entre confidencias hablaban de sus estivales amores platónicos. Había unas reglas no escritas en virtud de las cuales tenías que compartir pupitre con tus amigos del alma, si eras del sector empollón ocupar las primeras filas y viceversa si pertenencias a los revoltosos, aunque estas normas siempre se revocaban por orden de la autoridad competente. El profesor después de aquellos momentos de cortesía y al grito de ¡¡SILEEENCCCIOOO!! , ponía orden al atronador guirigay. Acto seguido y después de una breve presentación se producía un acontecimiento que cada año se repetía, la llegada del “NUEVO”. Mientras que con voz temblorosa decía su nombre, los matones de la clase se frotaban las manos pensando en las perrerías de las que iba a ser víctima, nosotros en cambio intentaríamos por todos los medios acogerlo bajo nuestra protección, siempre y cuando no se declarara empollón, porque en esas circunstancias no podríamos hacer nada por el, y quedaría abandonado a su suerte. Con toda esta liturgia nos aclimatábamos a nuestra nueva vida, los temores por el comienzo de una nueva etapa habían desaparecido, y a la hora del recreo el verano quedaba ya como un fugaz recuerdo.

Los días transcurrían con total normalidad dedicándonos a los menesteres propios del mes de septiembre: forrar los libros, renovar el material escolar y para los que tenían la suerte de haber crecido unos centímetros (que no era mi caso), estrenaban zapatos y uniforme. Pero de repente toda esta rutina se vio alterada por una noticia que cruzó el barrio de parte a parte, perturbando la tranquilad de todos sus habitantes, en especial de nuestras madres. Según decían por los colegios de la zona merodeaba un tipo extraño que ofrecía de manera desinteresada regalos a los niños. Fue en ese momento cuando mis padres me explicaron que jamás aceptara caramelos, ni regalos de desconocidos. Aunque permanecía atento a sus explicaciones, pensaba que estaban locos porque: ¿que mal había en recibir prebendas de una persona altruista?, pero no fui el único, ya que todos los integrantes del colegio habían recibido la misma arenga. Como es de suponer aquel día una morbosa curiosidad despertó en nosotros y aunque con el miedo en el cuerpo, ansiábamos que algún día no muy lejano aquel extraño señor apareciera por el Liceo cargadito de regalos. Por alguna extraña razón que se escapaba a nuestro entendimiento se cumplió la máxima que dice: “Ten cuidado con lo que deseas podría hacerse realidad”, porque aquel caballero nos estaba esperando junto a la cabina telefónica que había frente a la puerta del colegio para repartir regalos.

Desoyendo los consejos paternos nos preparamos para la madre de todas las batallas, intentar llegar el primero para conseguir el mayor número de regalos posibles, aunque en realidad nadie sabía que regalaba. Cuando el profesor dio por finalizadas las clases, nos ajustamos los tirantes de las mochilas, apretamos con firmeza los cordones de nuestros zapatos y nerviosos nos dirigimos hacia la salida. Pero un imprevisto echó al traste nuestro ansiado sueño, porque directora del colegio había prohibido de manera taxativa la salida hasta nueva orden. Por lo visto aquel extraño individuo que vestía gabardina y gafas oscuras era un tipo peligroso que estaba ávido de niños, y hasta la llegada de la policía debíamos permanecer dentro. El rumor corrió como la pólvora ante la indignación de todos, y como nadie estaba dispuesto a renunciar a su regalo se produjo una avalancha hacia la puerta de salida. Tal fue la fuerza que el profesorado no puedo contenerla y como una manada de elefantes furiosos salimos en estampida hacia la calle a recoger nuestro botín. Una vez fuera del colegio el tipo de la cabina se desabrochó lentamente su gabardina, y ante la atónita mirada de todos desveló la gran sorpresa que guardaba. Al verla nos quedamos boquiabiertos, máxime cuando la cogió y la mostró sin pudor alguno, de hecho hubo gente que no pudo resistir y volvió a buscar refugio en el colegio. El muy canalla tenía entre sus sucias manos el Álbum Oficial de la Liga de Fútbol Profesional Temporada 85-86, cromos incluidos. Así que como un gran tsunami fuimos hacia el para conseguir el mayor de los tesoros. En décimas de segundo nos abalanzamos y quedó empotrado contra el cristal de la cabina, mientras que cientos de pequeñas manos estiraban de la bolsa donde guardaba los álbumes y los cromos. Al verse atrapado por aquella marea humana y como única opción de supervivencia, lanzó la bolsa al aire para desviar nuestra atención y poder salir del atolladero. Puedo asegurar que consiguió su objetivo, porque cuando la bolsa llegó al suelo se produjo una auténtica pelea callejera. Cuando llegó la policía tuvo que emplearse a fondo para dispersar a las violentas masas, mientras que el pobre repartidor de cromos era atendido por una crisis de ansiedad.

Después de aquella terrible experiencia el repartidor de PANINI solicitó la invalidez permanente por daños psicológicos. Lo último que supe de él es que en vez de regalar álbumes y cromos, cambió de negoció y se dedicó a echar en los cubatas aquel famoso estupefaciente del que tanto hablaban nuestras madres (cosas del altruismo). Nosotros en cambio por aquel salvaje acto vandálico fuimos castigados a coleccionar durante la Temporada 85-86 los cromos de la Abeja Maya y sus amigos.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Juego de niños

¡¡Recreeeoooooooooooooo!!, al escuchar aquellas mágicas palabras salíamos como almas que lleva el diablo para disfrutar de nuestro momento de esparcimiento en aquel limitado patio de luces. A pesar de sus reducidas dimensiones sabíamos sacarle partido. Esas lúdicas jornadas estaban amenizados por las inconfundibles voces femeninas, que saltaban a la comba, pisaban la goma y tocaban las palmas al ritmo de estos incunables que en alguna ocasión hemos entonado:

PLAZA REDONDA

En la plaza redonda, redonda.
Hay una zapatería, donde van las chicas guapas, a tomarse las medidas.
Se levantan la faldita, se les ve la pantorrilla,
y los chicos de vergüenza se han caído de la silla.

“Evidentemente con esta insinuante canción nació nuestra enfermiza obsesión hacia el género femenino, y fundamentalmente en lo que escondían debajo de aquellas faldas plisadas.

LA CALLE 24

En la calle-lle, veinticuatro-tro,
habido-dodo, un asesinato-to,
Una vieja-ja, mató un gato-to,
Con la punta-ta, del zapato-to.
Pobre vieja-ja, pobre gato-to,
Pobre punta-ta, del zapato-to.

“No se mis compañeros pero a mi, que esta historia estaba protagonizada por la directora del colegio”.

SOY CAPITÁN

Soy capitán, soy capitán.
De un barco inglés, de un barco inglés,
y en cada puerto tengo una mujer.

La rubia es, la rubia es,
fenomenal, fenomenal,
y la morena no está nada mal.

Si alguna vez, si alguna vez,
me he de casar, me he de casar,
me casaría con, esa mujer.

“A día de hoy esta canción ha sido prohibida por sexista, según Ley Orgánica 3/2007 de 22 de marzo”.

EL CUARTEL

Al pasar por el cuartel, se me cayó un botón,
y vino el coronel, a pegarme un bofetón.
Que bofetón me dio el cacho de animal,
que estuve siete días sin poderme levantar.

¡¡UNO, DOS, TRES, CUATRO, CINCO, SEIS Y SIETEEEEEEEEEEEEEEE!!

Las niñas bonitas, no van al cuartel,
porque los soldados, les pisan los pies.
Soldado, soldado, no me pises el pie,
porque soy pequeñita, y me puedo caer.

Si ere pequeñita, te voy a regalar,
un vestidito blanco, para ir a pasear.
Cortito de delante, larguito de detrás, con cuatro volantes.
Adiós mi capitán.

“Bastantes hostias nos llevábamos de la directora, como para ir hacer la mili”.

AL PASAR LA BARCA

Al pasar la barca,
me dijo el barquero:
las niñas bonitas
no pagan dinero.

Al volver la barca
me volvió a decir:
las niñas bonitas
no pagan aquí.

Yo no soy bonita
ni lo quiero ser.
Las niñas bonitas
se echan a perder.

Como soy tan fea
yo lo pagaré.
Arriba la barca
de Santa Isabel

“Canción cruel donde la haya en la que deja bien claro a las niñas que como seas fea lo vas a tener muy difícil en la vida”.

SANCHO PANZA

El verdugo Sancho Panza-za-za,
ha matado a su mujer-er-er.
Porque no tenía dinero-ero-ero
para irse, para irse,
al café-fe-fe

En el café había una vía-ia-ia,
por la vía pasa el tren-en-en
Y un lorito va diciendo-endo-endo
¡Viva Sancho, Viva España, Viva El Rey!

“Sobran los comentarios”

MAYSEFOYUTI

Maysefoyuti
tu eres chancla
Por eso yuti
Maysefoyu

La sinagoga
domenico la chacha
Por eso yuti
Maysefoyu

"Agradecería que si alguien conoce realmente la letra me lo diga, porque esta es una de las mayores dudas existenciales que me persiguen desde mi infancia".

Ajenos a estos cantos de sirena y viendo que bajo la atenta vigilancia del profesorado no podíamos levantar la falda a nuestras compañeras, nos dedicábamos a otros menesteres para aplacar nuestros prematuros pensamientos impuros y demostrar quién mandaba en el patio, si los integrantes del Grupo A que era el mío o los del Grupo B. Como es de imaginar cualquier práctica que realizábamos acababa en una cruenta batalla campal, con algún que otro castigado. Las prácticas más utilizadas eran las siguientes:

¡¡LA LLEVAS!!

Para elegir quien pagaba se utilizaban los clásicos métodos de sobra conocidos, pares/nones o en su defecto el oro/plata. El elegido tenía la peste y su función era contagiarla lo más rápido posible. Una vez pillabas a alguien le decías ¡LA LLEVAS!, y automáticamente quedabas curado y así sucesivamente. Al final era tal el follón que se montaba que no sabías quién era el apestado.

EL ESCONDITE

Aunque el patio era pequeño daba para esconderse, quien palmaba debía buscar a la gente por todos los rincones posibles. Una vez localizados acudías “a mare” y decías: ¡Por José, que está escondido detrás de los cubos!. Si conseguías encontrar a todos pagaba el primer localizado, pero había una posibilidad para volver a pagar. Si el último del grupo conseguía llegar “a mare” sin que lo pillaran salvaba a todos, pero para que fuera efectivo tenía que decir: ¡Por mí, por todos mis compañeros y por mi primero! , ante los gritos de alegría de la concurrencia.

FÚTBOL PLATA

Su mecanismo era igual al fútbol calle, es decir todo vale, pero con una ligera diferencia, el esférico a patear se fabricaba a base de unir todo el papel de plata de nuestros almuerzos hasta formar una especie de balón, el cual quedaba aplastado a los pocos minutos. A partir de ese momento el objetivo a patear eran las espinillas de tus contrincantes.

¡¡CHURRO VA!!

Este era el juego por excelencia, ¿quién no recuerda aquella mítica frase?. “Churro, media manga o mangotero, adivina lo que tengo en el mortero”. Aunque su funcionamiento parezca simple requería de una gran estrategia porque el orden de salto era fundamental para intentar derribar la fila formada por el equipo contrario. Nosotros disponíamos de tres pesos pesados que hacían de las espaldas del contrincante un verdadero infierno, aunque cuando les tocaba pagar a los del B, también utilizaban su armamento pesado. Cuando a los de mi clase nos tocaba pagar, yo era el elegido para hacer de almohadilla, ya que debido a mi corta estatura y mi peso de mosquito la cadena quedaba endeble y descompensada. Pero mi función era de gran responsabilidad porque debía controlar que los saltos fueran los más limpios posibles y no se utilizaran objetos contundes. Cuando uno de los grupos derribaba la fila, el otro como castigo se lanzaba al “montonet”, para repartir toda la leña posible.

Y así, con estos juegos y canciones disfrutábamos de nuestros almuerzos en el Corbi, donde nuestra única preocupación era no agujerear los pantalones, para evitar pasar el resto del curso con aquellas incomodas rodilleras.

Una palabra

Una palabra no dice nada
y al mismo tiempo lo esconde todo,
igual que el viento esconde el agua
como las flores que esconden lodo.

Una mirada no dice nada
y al mismo tiempo lo dice todo,
como la lluvia sobre tu cara
o el viejo mapa de algún tesoro.
Como la lluvia sobre tu cara
o el viejo mapa de algún tesoro.

Una verdad no dice nada
y al mismo tiempo lo esconde todo,
como una hoguera que no se apaga
como una piedra que nace polvo.

Si un día me faltas no seré nada
y al mismo tiempo lo seré todo,
porque en tus ojos están mis alas
y está la orilla donde me ahogo.
Porque en tus ojos están mis alas
y está la orilla donde me ahogo.

Carlos Varela