jueves, 1 de octubre de 2009

La tienda en casa

Nuestra vida cotidiana está llena de pequeños inventos que nos hacen la vida más fácil. Uno de los mejores del pasado siglo es sin lugar a dudas el “Tupperware”, o como decían nuestras abuelas la “tartera”. Ese bendito recipiente en el que nuestras madres nos preparan copiosas raciones de comida para que subsistamos una vez nos hemos independizado.

Su creador fue Earl S. Tupper un ingeniero químico norteamericano que en 1944 tuvo la brillante idea de crearlo. Su invento revolucionó la utilización y conservación de los alimentos en todos los hogares del planeta.

La distribución en un primer momento se realizó a través de grandes superficies, ferreterías y pequeños comercios. Pero debido al desconocimiento de sus ventajas, cualidades y múltiples formas de uso, las ventas no funcionaban según sus previsiones. Así que decidió contratar a Brownie Wise una representante muy avispada, la cual implantó un sistema de venta piramidal. Consistía en vender sus productos a domicilio, realizando demostraciones en las que se invitaba a vecinas, familiares y amigas. Pero lo más importante no era realizar la venta, sino captar a nuevas vendedoras a cambio de jugosos incentivos y así sucesivamente hasta crear una red ilimitada de promoción y venta.

Este gran negocio aterrizó en España y pronto subió como la espuma. Como país de cotillas que somos, una buena manera de curiosear la casa de la vecina era acudiendo a este tipo de reuniones. En la mayoría de los casos, el perfil de las vendedoras, era el de amas de casa que con los nuevos vientos que traía la democracia, buscaban una independencia económica del marido.

Una de ellas era nuestra vecina del tercero, era rubia, de mediana estatura, un poco cuellicorta, físicamente recordaba a una mezcla entre Mari Trini y el ratón Tico de las aventuras de Willy Fog. Lo que más me llamaba la atención era su acento andaluz y que siempre estaba afónica, aunque no me extraña porque hablaba por los codos.

Cuando llegaba del colegio y mi madre se la encontraba en la escalera, sabía a ciencia cierta que la conversación iba a ir para largo, así que con resignación me sentaba con mi cartera a la espalda en los escalones, y esperaba a que ella terminara de contarle su vida. Había días que se alargaban tanto las conversaciones que me daba tiempo de hacer los deberes.

Una tarde de junio comentó a mi madre que iba a realizar una demostración de los míticos productos en su casa. A la hora acordada bajamos y entramos en su comedor. Aquello, era un hervidero de gente, de hecho al completarse el aforo máximo permitido en un comedor de 15 m2 y a la verborrea a la que nos tenía acostumbrados nuestra querida vecina, se realizaron varias sesiones hasta completar todas las presentaciones.

Como si de un programa de tele-tienda se tratara, iba explicando las múltiples cualidades de este producto sin parangón ante la atenta mirada del vecindario. Una vez terminada la exposición y la parte de ruegos y preguntas, te lanzaba una oferta que no podías rechazar. Si comprabas el lote completo te regalaba un molde para fabricar tus propios “polos”, utilizando tus bebidas o refrescos preferidos. Mi madre, debido en parte a nuestra presión por el fantástico regalo decidió comprar el lote de fiambreras.

Cuando llegamos a casa estábamos emocionados por nuestra nueva adquisición. Por primera vez íbamos a tomar verdaderos helados de Coca-Cola y no esos de cola que vendían los de Avidesa. Sin más dilación y emulando a los maestros jijonencos, llenamos los moldes con el “líquido elemento” y lo pusimos con sumo cuidado en el congelador. A partir de ese momento, una desazón recorría nuestros cuerpos, mis hermanas no paraban de mirar el reloj y yo cada cierto tiempo embargado por la ansiedad, abría la puerta del congelador para ver si aquel líquido había solidificado.

Mi madre nos aviso de que los polos de Coca-Cola ya estaban preparados, entramos en la cocina y nos quedamos perplejos ante aquella visión. Allí estaban, brillantes, jugosos, con ese color y sabor característico que sólo el popular refresco puede ofrecer. Como lobos hambrientos nos lanzamos sobre ellos para gusto de nuestros paladares, pero una terrible sorpresa nos esperaba.

Después de la primera chupada (no vale el chiste fácil) su color y sabor desaparecieron misteriosamente y aquel fantástico manjar se había convertido en un vulgar trozo de hielo, pero lo peor de todo es que tras varios usos no importaba si lo hacías de Coca-Cola o de aguarrás los putos helados siempre sabían a lo mismo “a plástico”.

Pasado el verano, nuestra vecina se despidió de nosotros para siempre. Se mudaba a una casa más grande. Supongo que gracias a aquellas tardes en las que colocó a medio barrio las famosas fiambreras, porque si hubiera sido por nosotros hubiera acabado viviendo debajo de un puente.


¡¡SI LO SÉ NO VENGO!!

3 comentarios:

  1. Josevi, pareces el pupas, y que "todo" te haya pasado a ti en la infancia ... de todas formas no dejes de contarlo, nos haces las mañanas más divertidas.

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  2. Este blog es lo mejor que he leído nunca. Bravo, maestro!

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  3. ¡Cómo no me voy a acordar de aquellos polos y de sus moldes !.Más que de los de Coca-Cola yo recuerdo los de leche con Cola-Cao, que a las dos chupadas sabia a "pura leche de vaca" y te daba tanta angústia que acababas tirándolo a la basura.Y que te puedo decir de "Angelines" que nos escupía cuando hablaba y su aliento olía a lo mismo que su casa ,todavía lo puedo sentir en mi nariz ja,ja,ja....era como sacada de una pelicula de Almodóbar ja,ja,ja...Si él viera el papel pintado de su casa seguro que lo utilizaba como escenografía de uno de sus films.¡ Era la bomba !

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