viernes, 16 de octubre de 2009

Pongamos que hablo de .....

En el año 1980 Joaquín Sabina, uno de los más grandes poetas y cantautores que ha parido nuestro país, compuso para su disco Malas Compañías, la canción “Pongamos que hablo de Madrid”. Desde aquel momento se convirtió en un himno no sólo para los madrileños, sino también para el resto de españoles. Es de admirar como en seis estrofas se puede narrar de una forma tan nítida, gráfica y emociónate el modo de vida de una ciudad y la de sus habitantes, hasta el punto que te hace sentir parte de ella.

Digo esto porque hace unos días de manera casual pase por la calle en la que vivimos durante catorce años, lo que me trajo gratos recuerdos de mi infancia y adolescencia. Así que como el maestro Sabina pongamos que hablo de……”mi calle”.

En los escasos 600 metros de recorrido que tenía, al igual que el resto de las del barrio, eran como pequeñas ciudades dentro de una más grande. Podías encontrar pequeños comercios de lo más variopintos, incluso al comienzo de la nuestra había una pequeña placeta que albergaba un mercado con paradas de madera en color verde, donde pasábamos tardes enteras jugando a pillar y al escondite.

Pero de todas las calles del barrio la nuestra era la mejor con diferencia, y no digo esto por hacer patria, tengo razones de peso para que el resto de barrio nos envidiara. Razón, por la que casi siempre andábamos a la gresca con la gente de las calles adyacentes. Cuando llegaba el verano, nos dedicábamos a combatir en una ardua guerra de globos de agua, pero nosotros teníamos ventaja , pues la única fuente de la zona estaba en nuestra calle, así que después de llenar toda nuestra munición, firmábamos un pacto de no agresión para que el resto de combatientes se pudiera aprovisionar. Evidentemente ese pacto, al no estar escrito en papel y como las palabras se las lleva el viento, nunca se cumplía y cuando empezaban a llenar los globos, realizábamos una gran emboscada y no dejábamos títere con cabeza.

Debido a las continuas victorias, nuestra calle se convirtió en centro neurálgico de reunión. Aunque siempre estábamos peleando éramos buenos amigos. Aparte de puñetazos y patadas compartíamos la merienda y "losss chuchesss" que comprábamos en la tienda de la “respetable viuda”. La mayor parte del tiempo la dedicábamos a jugar al fútbol , utilizando como portería el bordillo de la acera y la tapa de registro de mitad de la calle, pero lo que más nos gustaba era subirnos al camión-grúa abandonado, que estaba aparcado de manera permanente en la puerta de los “Talleres Cones” y que compartíamos amablemente con algunos yonquis del barrio que lo utilizaban para administrarse sus adictivos pinchazos, con la única condición que no dejaran resto alguno de las herramientas utilizadas para sus menesteres.

Otro de los lugares de diversión que había en mi calle era una casa que se dedicaba a rellenar los sofás, colchones y almohadones de goma espuma. Este negocio era de unas amigas de mis hermanas, y nosotros le llamábamos “la planta baja”. Allí, emulando a Heidi cuando se lanzaba sobre una nube de algodón, dedicábamos el tiempo a tirarnos desde un altillo encima de montones de goma espuma.

Al principio de la calle vivía el Sr. Antonio o como vulgarmente le llamaban debido a su oficio “ El Zapatero”, su local, por llamarlo de alguna manera, no tendría más de 8 m2, y estaba ubicado en el entresuelo del edifico donde vivía. Cuando mi madre le llevaba algún encargo, ya que por aquel entonces era habitual apurar el calzado hasta las últimas consecuencias, siempre la acompañaba. Al entrar en aquel pequeño pero caótico lugar, debido a la multitud de zapatos que acumulaba, me quedaba embelesado viéndole trabajar con sus grandes manos ásperas y su mandil de piel, sin apartar la mirada de la pieza que estaba manipulando, me preguntaba: ¿qué vas a ser de mayor? , a lo que respondía de manera instantánea: ¡¡zapatero!! , ante mi respuesta sonreía y me obsequiaba con un “sugus”, pero sin duda lo que más me gustaba era el olor a betún y cuero que había en aquel pequeño cuchitril.

Justo en enfrente estaba la tienda de Isabelín, era una mercería y perfumería donde además podías comprar el uniforme del colegio, y algo de material escolar. Con los años aquella tienda se convirtió en el orgullo del barrio, su nombre se inscribió en el Libro Guinness de los Records, porque desde el día de su inauguración hasta su cierre por jubilación mantuvieron el mismo escaparate sin variar ni un ápice los productos que lo componían.

Avanzando unos pasos te encontrabas con “Modas Meyni”, una boutique infantil donde nuestras madres compraban algún que otro modelito para asistir a bodas, bautizos, comuniones, y toda esa clase de eventos en los que te vestían con zapato azul marino de hebilla, calcetín calado blanco o beige, pantalón de pinzas corto, y rematado con un lamentable canesú que te daba un aspecto de lo más repelente.

Para completar el recorrido teníamos un taller de carpintería metálica, dos ebanisterías y una casa de repuestos industriales (Rogelio Pons) para más señas. Otro de los puntos calientes de mi calle era la “trapería”, donde todos los buscavidas del barrio acudían con sus carros llenos de cartones para venderlos al peso, por cierto, ¿sabéis lo que hacían antes de llevar la mercancía?, paraban en la fuente para mojar la carga y conseguir unos kilos extras, ¡¡lo que aprende uno en la calle!!.

Otro de los locales dignos de mención era el palomar del Sr. Juan, que dedicó su jubilación al cuidado de palomos para competiciones deportivas. Recuerdo que cuando mi madre me recogía del colegio parábamos en su puerta y después de preguntar si me había lavado las orejas, de manera mágica sacaba un caramelo de ellas.

Para concluir teníamos el gran privilegio de albergar una sala de recreativos, lugar donde de manera furtiva y cuando la economía lo permitía entrabamos a echar unas partidas. Mi padre me prohibía tajantemente estar en los recreativos porque según él sólo había mala gente y sobre todo su dueño. Yo no lo podía creer ya que aquel hombre era un tipo regordete, con bigote, y pinta de bonachón, que en vez de caja registradora, vestía riñonera de piel en la que guardaba las monedas y los billetes de la recaudación. Con los años me pude enterar que mi padre tenía razón, aparte de los recreativos se dedicaba al menudeo de varias sustancias de dudosa legalidad, hasta que la policía cerró el local.

A diferencia de Madrid, en la que “no queda sitio para nadie”, nuestra calle tenía plazas libres para todos, ya que como os he contado, por aquel entonces era el centro de nuestro pequeño mundo.

1 comentario:

  1. Nuestro barrio era, como para otras personas el suyo, cálido y entrañable donde todos nos
    conocíamos , pero poco queda ya de todo aquello, todos esos pequeños comercios y negocios ya han desaparecido para dar lugar a locutorios, tiendas de chinos y demás trabajos de los inmigrantes. Yo ,que ya no vivo allí , me cuesta acostumbrarme cuando voy, pero me quedan los recuerdos maravillosos de toda mi infancia y adolescencia en un barrio único como ha sido el nuestro.

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